El vino que inunda las tinajas de lagares ancestrales, de las bodegas que lo difunden a todos los confines. En Montilla otra vez somos niños al pasar, cuesta abajo, por el arco de Santa Clara, al oír las campanas de los templos de Santiago, de la Rosa, de Santa Ana, de San Sebastián; la campana del Santo, que es la campana de todas las campanas de los montillanos por el mundo; y al beber los primeros vinos en nuestras propias casas al olor de los pucheros y las alcachofas, en nuestras tabernas, sencillas y entrañables, como la del Estanquillo, con esa decoración mínima de paredes blancas y zócalos verdes, aforo para sólo dieciséis personas y dos cuadros ya añejos con las imágenes del Che  Guevara y La Pasionaria; como las de La Chiva, El Bolero, Los Barriles, La Caracola, La Unión, Pacheco, Soldorao, Sierra, Carrasquilla, Ciriaco, Repiso, Zambombilla, la inolvidable Casa Palop; tabernas de sólo hombres, como las de La Liebre, Maleno y El Francés, desde donde asoma Espejo en la noche como una traíña  de pesca en el mar de la Campiña; tabernas donde se bebe el vino con marcas propias o sencillamente el vino de las botellas recias y negras. Se bebe silenciosamente, acariciando la copa, mirando el néctar, dejándose transportar al interior de tu cuerpo con luz de sabiduría, con fuerza de libertad, hasta alcanzar la aspiración suprema: ser Montilla en Montilla.

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