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El maestro capataz hunde la venencia con precisión en la bota, y sin que una sola gota de este hilo dorado caiga al albero, lo vierte en el catavinos que entrega al visitante. Tiene uno así la oportunidad de ejercitar la estrategia de acercamiento, casi enamoramiento, al vino, que consta de tres lances sensuales: primero, verlo, ver el trasluz de ese tenue rayito de sol que entra por la rendija de una ventana alta cómo se enciende su oro pálido; segundo, olerlo, sin dejar de mover cadenciosamente la copa para que el vino exhale esos aromas penetrantes que cosquillean la nariz; y por fin, paladearlo, en escueta dosis, como restregando cada gota, perla líquida, por el velo del paladar. Y surge una apreciación inmediata: este vino que se bebe a pie de bota es distinto, más aromático y penetrante que el que se bebe de la botella. Y es que aquí en la bodega se toma el vino aún vivo de la crianza, con los aromas que le confieren sus levaduras en acción y en suspensión, mientras que el de la botella ha pasado por la decantación y el tratamiento de frío que interrumpe la crianza y lo estabiliza. Por eso beber en la bodega es un privilegio que brinda a los sentidos sensaciones irrepetibles.
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