Canto al vino
Buenos días,
¿De qué ha hablado el hombre mas a lo largo de su historia: del amor o del vino? ¿Del cielo con su sol, sus nubes y sus rayos o del vino? ¿De qué ha disfrutado más, del sexo o del vino? ¿Con el pan o con el vino? ¿Quién ganó, la tristeza o el vino? ¿La muerte o el último trago?
No son preguntas retóricas. Quisiera que las diéramos como pertinentes, que no suenen a afectación, sino que las creamos hondas. Porque el vino es el elemento que saca al hombre de su drama: el que le impide implosionar pronto y joven; el que diluye la mala sangre y el tormento que se apodera tan a menudo de nuestras almas. Es un curativo universal, la medicina natural más mágica que la evolución humana dejó en nuestras manos y a nuestro cuidado.
El vino no es la llave del vicio; esa droga vidriosa y maligna vino después; cuando nuestro desconsuelo fue tan grande que no pudieron aliviarlo ni los hombres sabios ni los dioses, y nos agarramos a su dulce perdición como niños abandonados.
El vino permite que nos confesenos a nosotros mismos en armonía y parsimonia; y abrazar al amigo sin el corsé del reparo o la costumbre. El vino abre la puerta de nuestro yo más hondo y afable, el que nos conecta con la bondad, la generosidad, la alegría (la fiesta) imprescindibles. Tiene el efecto del sol sobre el condenado cuando lo redime de la de la humedad y las sombras, y el animador más potente de nuestros sentidos: todo adquiere otra dimensión, la de la miel, cuando nos acompaña en su copa serena y cuando el espacio entre el y nosotros está repleto de hombres libres, amigos y buenos.
El vino, todo el vino, todos los vinos del mundo con los que me he tropezado (o me han buscado) en la vida han sido amigos míos. Incluso los muy malos, pues hasta el vino rejargal tiene sus bocas abantas. El que más he amago, el que mas quiero y protejo en la memoria es el que hacia mi padre y el que me ofrecen en Montilla. A partir de sus primeras gotas tan transparentes, tan verdes como oros, empezó todo. Porque no ha habido mesa ante la que me haya sentado que no me hayan servido vino de haberlo; ni pan ni agua. Y en los mesones musulmanes abstemios que no lo ofrecen nunca compartí un día y dos y tres (y un milenio) de tiempo con Azzis sus cuentos tranquilos relatados en su español del Rif sobre las grandezas que atesora la oveja, tan esenciales como el agua, tan imprescindibles como la palmera.
No hay bar que no enseñe algo. Ahora recuerdo ese vino ligero, un punto áspero, tinto claro que toné en una de las trattorias romanas del Trastevere que frecuentaba Alberti. El primer trago me llevó a su “Ángeles Colegiales”. …solo sabíamos que una circunferencia puede ser redonda/ y que un eclipse de luna equivoca a las flores/ y adelanta el reloj de los pájaros. /Ninguno comprendíamos nada:/ ni porqué nuestros dedos eran de tinta china/ y la tarde cerraba compases para al alba abrir libros …”. Allí había bebido y vivido Alberti exiliado tanto que seguramente por ello mis ojos se extasiaron ante los restos dorados y algo felinos de las filigranas bizantinas en el techo.
Recuerdo la noche que me invitó Walter Haubrich, embajador de los vinos de Montilla y ya fallecido, a su casa para tomar una botella de vino blanco y suave de su Coblenza natal. Y el nero d´avola, tan intenso como el vino legionario romano, con el que nos obsequió en un chiringuito de Agrigento un pirata del Egeo derrotado al fin en camarero y que todos llamaban Cesare. El vino mayor de Alejandro Fernández, el Pesquera que nos descorcharon en un restaurante de ricos en Caracas tan bien cuidado como el pequines de las emperatrices chinas. Y hasta en el aeropuerto JFK un guardia de aduanas apellidado Netto, se apiadó de nosotros ofreciendo un buen trago de vino de la Apulia a granel que conseguía en una bodega de Long Island.
No sé por qué, pero el vino que tomamos fuera de España es el que mejor queda sellado en nuestra memoria. Hace dos años en la ciudad vietnamita de Ho Chi Ming y en un restaurante de corte alemán, dudábamos qué vino pedir sobre todo porque todos eran caros o muy caros. Y en especial el Castillo Ygay español que bebían disfrutando tres o cuatro chinos jóvenes, al parecer con pelas, sentados alrededor de una mesa justo al lado. Los miramos, nos saludaron y en medio de ese tiempo de duda que aprieta, atenazados por la indecisión y la posibilidad de equivocarnos al pedir un tinto sudafricano más barato, el camarero (“alemán no, de Holanda”) nos sorprendió con la noticia de que nuestros vecinos de mesa nos invitaban a una botella de Castillo de Ygay.
Algo similar ocurrió en buenos Aires. Sus buenos vinos, o los que ellos más valoran, proceden de varietales francesas. Pero a diferencia de nuestros vecinos del norte, los suelen ofrecer exigentes, subidos de acidez y muy personales. -en eso se parecen bastante a sicilianos y griegos. Vinos para abrir la boca como el pez que busca el aire ante la asfixia. Allí peleaban dos denominaciones Mendoza y Tucumán. Al final gano Tucumán. Patriarca creo recordar que se llamaba el nel vino.
No hay cosa más emotiva que descubrir un nuevo vino y que, además, te guste mucho. Es algo así como si ves a una mujer que te zarandeó con su belleza en un acto social y al cabo logras cruzar unas palabras con ella. Así me ocurrió con un blanco de Alsacia En el viejo restaurante Coque, de Humanes. No soy de otros blancos que los nuestros, los del sur, pero este me toco en el centro de las emociones con su sabor a rio frio corriendo por una pizarra helada y seca. El insospechado sorbo de aquel vino era como disfrutar del mejor poema de Rilke después de una noche enamorada.
Cuando sentí en el alma los Valbuena, no sabia que existían. Era muy joven e inexperto en tintos y en casi todo. Iba por el mundo a tientas con los ojos de par en par. Aquello ocurrió en Peñafiel, en una de sus bodegas subterráneas. Tortilla de patatas, lechazo, ensalada, pan y una jarra de aquel vino. Entonces no soñaban siquiera llegar a ser lo que han llegado a ser. Creo estar seguro que desde aquel momento me agarré al vino tinto de por vida.
Luego aquella afición se hizo costumbre (hoy creo que ya es cultura) con los vinos que ofrecen al periodista en tantos encuentros informativos de los años setenta y ochenta de Madrid. Un almuerzo convocado por el entonces ministro de Interior, Rodolfo Martin Villa, en un mesón de la calle Fuencarral que ya no existe, me descubrió el viejo Viña Tondonia, y a partir de él fui descubriendo, semana tras semana, la enorme panoplia de bodegas que regala al mundo la llanura más necesaria de nuestro país. Encaramado en las murallas de XXX en un día claro de mayo un puede ver la promesa del paraíso en verde más emocionante de la tierra.
España siempre fue vino: la Mencía del norte leonés que sacaba de la modorro a las acantonadas legiones romanas; la blanquilla de Medina, cuyos vinos, llenaban los toneles que viajaban en carabelas y bajeles hasta América; los jereces y de montillas que enamoraron al protestante y el genovés y el holandés embarcaban en el puerto de Cádiz. En los comienzos del siglo XX la filoxera, las guerras y nuestra ruina arrumbaron casi todo dejando campos y bancales a merced de tanto abandono que la jara se comió al sarmiento. Pero en las últimas décadas renacen y llenan las nuevas sacristías del vino de milagros crecientes.
Y está, claro, la viña de mi padre, Montilla, los que nos reunimos hoy aquí y aquellos otros miles que beben con nuestro mismo gaznate y abrazan el catavinos como si fuera una rosa, la rosa de Juan Ramón (“no la toques ya más, que así es la rosa”).
La viña de mi padre, que ahora es la tierra de mi hermano, tiene tanta influencia en mi como el gen de mi concepción, los secretos de mi abuela y las pocas palabras (casi sentencias) de mi abuelo. De ahí, en la casa con mis padres y la gamboa que daba sombra al patio, vengo todo yo.
Mi padre era un hombre de campo, no un peón de campo, sino un enamorado del canto de los pájaros, que conocía el valor que tenia acariciar el cuello de las cepas limpiándolas de su piel reseca, y que cuando araba con la yunta hacia chazones para que la coneja continuara amamantando a la camada en la tierra no verteada; o la perdiz siguiera enhorando sus siete huevos de café con leche pintados de puntos oscuros y dispares. Era el encaje más perfecto del hombre con la naturaleza que conozco. Luego del bachiller y mas tarde leyendo traducciones de Virgilio me di cuenta del valor que mi padre tenía. Y más tarde aun, cuando leí al poeta XXX, hijo predilecto de Andalucía, supe que fue un hombre extraordinario. Atención a este rasgado poético del malagueño: XXX
Vi la vendimia y la vida en la lagareta, el acarreo con los mulos y la yegua mandando a la cabeza; y recuerdo aún el olor del metasufito y el chas chas chas de la bomba aliviando el mosto del pozuelo. Veo a mi abuela pelando (mondando decía ella) duraznos horas enteras que pronto devorarían las tinajas cocederas al convertirse en orejones. Y docenas y docenas de huevos de gallina estrellado crudos en las bocas de labio gordo de las tinajas que escupían burbujas oscuras de ciclope que olían a ácidos melosos.
El hijo de esa experiencia no podía -nunca fue – malo. Chiquitito y verdoso, con algo de neblina en la cara; fino dorado dispuesto para la venta o bailado por la xxx en rama ya me acompañará siempre y me enterrará con toda seguridad.
Ese vino entonces era casi la única bebida revitalizadora (y civilizatoria, también digo) que teníamos. Porque la cerveza apenas acababa de llegar, siendo la gaseosa nuestra única compañera. El vino y el anís de madrugada (orujo más arriba) purgaban al hombre de su atolondramiento.
Por fin conocí Montilla. Quizás fue una primera frase, acaso dentro de una conversación incluso seria, pronunciada por el cofrade Trujal, la que define toda mi experiencia de lustros entre vosotros: “Pepe, en esto memento estoy tocando el cielo”. Hizo un gesto elevando el brazo y llevando la mano hasta el horizonte; al bajarlo con la lentitud de la pluma, vi que entre sus dedos traía un copo invisible de paraíso que colocó en mi pecho con una caricia. Aquí en vuestra tierra y junto a vosotros he experimentado la triple dimensión que hace al hombre digno de pisar la tierra: ser, naturaleza y espiritualidad perfectamente imbricados.
De aquellos primeros años noventa, entre lagares y montaneras ordenadas de cubas, recuperé mi afición adormilada por la poesía: Montilla es el territorio, diría que casi literario, que me abrió definitivamente a mostrar la cara de la persona que soy: amante de la naturaleza, tolerante con el defecto humano y buscador siempre del oro que corre por el espíritu de los hombres cuando deciden saltar el aro de la costumbre y hacer arte.
Hoy saludamos el vino nuevo, el de tinaja como el todo mundo lo conoce, menudo, ligero y limonero; gaseoso y tímido. Un vino que es una promesa sobre el que hacemos todo tipo de profecías. Y siempre compitiendo en la batalla de los gustos: El mejor es el de tal bodega” “pues a mí me gusta más el de fulano “. Este vino y los otros, el fino y Pedro Ximénez van por barrios. Cada año, los que saben, los cabales, los del canon, deciden cuales son los mejores. Y aciertan, aunque nadie se equivoca si compra ese pack o esa botella de una bodega u otra. Podrá disfrutarlo quizás un mes, sino se lo da a probar a nadie. Lo sé por experiencia.
Voy terminando. Pretendo hacer con un brochazo expresionista un mínimo repaso de todos vosotros desde la ventana de mi memoria rota y a estas alturas llena de cavernas a causa de las bacterias del tiempo.
Cuando aparecí por aquí de la mano del cofrade Estampilla, mi amigo Antonio López, me sorprendió la autenticidad del presidente de la cofradía, nuestro amigo q.e.d, cofrade xxx; la seriedad irónica de vuestras celebraciones (que continúa) y la diversidad de hombres y profesiones de sus componentes. Desde la plumilla al catedrático (bueno hoy tenemos a un cofrade que acumula los dos menesteres, Catedrático en Periodismo). Todo suavidad y amable tiempo de sonrisas, normalidad lustrosa, en suma. El fervor por el vino era patente y los cuentos de taberna, también. Se contaban -y lamentaba- las tabernas que iban cerrando y todos querían correr, menearse, llamar la atención sobre el vino sagrado que se extingue.
Entonces hicieron la burrada de traer nobeles y ministros, mientras limpiaban a toda a prisa las telarañas de lagares y hacían gran promoción sin casi saberlo de la morcilla única de montilla. Dia tras día, año tras año, de aquellas correrías lentas y festivas por la sierra brotaron de nuevo numerosos sarmientos y el vino apareció joven y mejor.
Hoy todos somos más viejos, que no mas pellejos. Tan bebedores como siempre, aunque con mediada, que no a canoa. En los últimos tiempos la cofradía vuelve a dar tantos frutos como la cepa negra de mi padre, que siempre era la que mas racimos entregaba: dos cestas. Tenemos un vino que ya quisieran todas iglesias del mundo realizar con él la consagración. Ligero y genuino; bello como los colores del renacimiento y pautado como el barroco de Doménico Scarlatti.
Se que somos poco más que una mota verde en el mapa del vino de Europa, pero una gota amotinada dispuesta a dar la batalla como los Tercios Viejos de Flandes. Si nos ataca el huracán de la globalización con fines de exterminio, seguro que las picas con las que ahora lo defendemos brillarán de nuevo aceradas de cielo. El hombre también es una bámbola que maneja a su antojo la moda. Yo vuelvo a tomaren bares y restaurantes fino, palo cortao y amontillado en Madrid. No sé si será un espejismo, pero he recuperado en los últimos meses algunas de esas notas volanderas que se nos van perdiendo en la memoria, esas que ayudan a recordar el recado que debías hacer y que en su hueco se ha alojado en toda su dimensión una suerte de amnesia que destila enormes y riquísimas emociones.
¡Celebremos el vino nuevo, el vino más chiquito!!
En el Castillo de Montilla a 28 de diciembre de 2018.