La voz del vino
Señor comendador, bebidísimos cofrades, autoridades, amigos y amigas en el vino:
HACE UN AÑO, EL COFRADE MAJUELO, Gaspar Jiménez, embargado sin duda por la euforia de unas copas de vino y pésimamente aconsejado por sus compañeros de francachela, tuvo la descabellada idea de proponerme como salutador del vino de la cosecha del 2009, precisamente ahora que se cumplen 20 años de esta singular, valerosa y caótica cofradía. Que Baco le perdone el desatino, fruto, estoy seguro, de la amistad y el desconocimiento de mis limitaciones como orador. Confío, por tanto, en su buena fe. Y le agradezco la distinción. Como le agradezco al cofrade Envero, Manuel Jiménez del Pino, y su hermano Santiago, propietarios del lagar de la Cañada Navarro, el amable ofrecimiento de estas instalaciones para celebrar la salutación. Gracias a todos. De corazón.
Dicho esto, y como soy de una tierra escasamente vinícola, solicito licencia para suplir con la imaginación lo que no me proporcione la sabiduría, convencido de que aquí hemos venido a pasarlo bien y celebrar un ritual alegre, juguetón y agradable como el vino que aguarda expectante en las tinajas. Al fin y al cabo, todo es una convención. Y la escritura –en la que llevo desenvolviéndome ya más de 25 años con desigual fortuna– es una de las bellas artes. Así que no hay que espantarse a estas alturas. Y si en algún momento desbarro, y los murmullos delatan la pesadez de mis palabras, hemos dado orden a los cencerrones para que sirvan una copa de vino y el trago se les haga más llevadero.
En fin, dejémonos de disquisiciones, que aún no hemos empezado a beber. Y vayamos al grano. O a la uva, que para eso hablamos de vino.
Hay recuerdos que se te quedan prendidos en la urdimbre de la memoria y no te abandonan nunca. Por más zarandeos que te pegue la vida. Cuando yo era niño, vivía en el campo. A veces me iba a dormir a casa de mis abuelos, los guardeses de la finca. En aquel viejo caserón pernoctaban todos los trabajadores que iban a realizar las labores agrícolas. Y por las noches –esas noches tan largas de los inviernos de antaño– se sentaban alrededor de la lumbre a cenar y contar historias. Esas personas rudas, que pasaban todo el día trabajando en unas condiciones miserables, tenían sin embargo una capacidad extraordinaria para contar por las noches, cuando el vino, escanciado con generosidad, desataba las pasiones de su corazón y les soltaba la lengua. La vida, en esos momentos, era un susurro, una voz que se te colaba en el alma y te hacía vivir al ritmo de los personajes de sus historias, unos ojos que brillaban encendidos a la luz de la lumbre y el recuerdo. Y el mundo, entonces, se ensanchaba y crecía traspasando los estrechos horizontes de una realidad mediocre. Eso sí que era un milagro y no el de los panes y los peces. Entonces intuí que sería escritor. O periodista. Qué más da. Para perseverar en la magia de la palabra. Para huir de otros mundos más vulgares.
Curiosamente, uno de los primeros libros que leí en mi adolescencia fue el de las Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe. Y allí estaba El barril de amontillado, ese cuento del que tanto se habla en Montilla y que sin duda ha contribuido a engrandecer su nombre. Aunque un vino amontillado sea el que se hace en Jerez a la manera de Montilla. Pero esa es otra historia. Una historia que nos dice que si la copia es buena el original debe ser excelentísimo. No le demos más vueltas. Y brindemos por Poe, en el segundo centenario de su nacimiento.
Mi primera relación seria con los vinos de Montilla tuvo lugar en Madrid. En la taberna Escudero, de la calle Augusto Figueroa, junto a la plaza de Chueca, donde a veces nos juntábamos un grupo de amigos para ensanchar el horizonte de nuestros estudios. Pero sin duda lo que cambió mi percepción de este vino, lo que convirtió el placer en filosofía, fue mi ingreso como miembro fundador de esta cofradía de la mano de mi buen amigo José María Luque, cofrade Canoa, al que nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Aquí he aprendido a amar el vino de esta tierra y a disfrutar con él, a asociarlo a la amistad y la tertulia, a compartirlo y entenderlo, a medirlo y respetarlo, a encontrarle el punto. Aquí aprendí que el vino, en las dosis adecuadas, es bueno para la salud. Física y Psicológica.
Y es que beber es un arte. Sin duda. Y como todas las artes, requiere una técnica. Un control. Un punto de equilibrio. Un dominio. El gran Hipócrates de Cos, considerado por muchos el padre de la medicina, aseguraba cuatro siglos antes de Cristo que “el vino es una cosa maravillosamente apropiada si, tanto en la salud como en la enfermedad, se administra con tino y justa medida”. Ahí está precisamente la cuestión: en ajustar la medida, en distinguir el uso del abuso. Quince siglos después, otro médico, el iraní Avicena, se muestra más radical en su apreciación: “El vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es amargo y útil como el consejo de un filósofo, está permitido a la gente y prohibido a los imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia Dios”. Dios y el vino, sangre de Cristo. Un dúo que ha impulsado a los monjes a cuidar de la vid en los momentos más delicados de su historia.
Pero el vino no sólo guía al hombre hacia Dios. También lo guía en sus relaciones con los demás hombres… y con las mujeres. El poeta latino Ovidio Nasón –que por narices hubiera sido sin duda un gran enólogo– escribió en su obra El arte de amar que “el vino predispone los ánimos y los dota para el amor: la preocupación desaparece y se disipa por efecto del abundante vino. Entonces llegan las risas, entonces el que no lo es se vuelve atrevido, entonces el dolor y las preocupaciones y los ceños fruncidos se esfuman”. Y en la misma línea, aunque aplicado al ámbito más amplio de las relaciones sociales, se situaba Carlos Castilla del Pino, señor del Pago de Piedraluenga, quien aseguraba en la tercera exaltación del vino organizada por esta cofradía que “el vino es el procedimiento ortopédico por excelencia para salir del paso de una inseguridad circunstancial”.
En fin, bebamos, aunque con mesura, que tanto sabio no puede equivocarse. Pero, ¿hasta dónde? El mismo Ovidio nos marca los límites: “Te diré, por mi parte –asegura–, la medida exacta de los que has de beber: que tu mente y tus pies puedan prestarte sus servicios”.
El vino, con el tiempo, ha pasado a formar parte de mi vida. Como la escritura. Como el periodismo. Los he mezclado. Los he asociado. He reflexionado sobre ellos. Los he comparado. Un buen vino, por ejemplo, es como un buen cuento. O un buen artículo. Redondo. Una explosión de sensaciones. Un mundo de matices que te estalla de pronto en el paladar. Un momento de placer indescriptible. Una novela, en cambio, es como una noche de parranda. Tiene sus altibajos, momentos de tensión y relax, alterna la buena literatura con las páginas de relleno. Un cuento, como un vino, no admite descuidos ni lagunas, se tira a la papelera o se vende a granel. Por eso me gusta tanto el cuento. Por eso, aunque sea un género minoritario, lo prefiero a cualquier otro. Porque cada palabra, como cada sensación, como cada matiz, es necesaria, tiene valor por sí misma, mantiene una tensión continua. El cuento, como el vino, te revela un mundo en un instante.
Así son los cuentos. Y así son los buenos vinos. Como los de Montilla–Moriles, como los de Cañada Navarro. Sustentados en una cultura milenaria. En un trabajo concienzudo y un amor a la tradición que ha pasado de padres a hijos. Aplicando las técnicas vitivinícolas más modernas. Buscando mercados aun en tiempos difíciles en los que ha bajado el consumo considerablemente. Trabajando con fe y con tesón, confiados en la bonanza del producto. Contribuyendo en gran medida al desarrollo de la economía local y brindándole –nunca mejor dicho– un nombre único, universal: Montilla–Moriles. Unos vinos que, sin duda, hubieran hecho las delicias de Poe, de haberlos conocido. Y que posiblemente le hubieran impulsado a cambiar el título de su cuento: El barril de montilla. A que suena bien, ¿verdad?
Pues bien, hoy estamos aquí, en el corazón de la Sierra de Montilla, cuna de los mejores caldos del marco vitivinícola, rodeados de lagares de resonancias literarias y misteriosas –Góngora, Saavedra, Papambo, los Borbones, Cañada Navarro–, para saludar los vinos de la nueva cosecha. Unos vinos tiernos, con los aromas aún de la tierra que les dio la vida; unos vinos de sabores frutales, juguetones, que acarician el paladar y despiertan los sentidos; unos vinos sin malicia, huérfanos de madera, que calientan las entretelas del alma y transmiten una sensación de euforia. Unos vinos, sin duda, que mantendrán viva la mejor tradición de los finos de Montilla–Moriles allá donde se les requiera.
Mucho se ha hablado de la capacidad evocadora del vino. No les voy a descubrir ahora nada nuevo. Pero sí quiero confesarles que muchas veces, cuando escribo, me lleno una copa intentando recuperar el tono coloquial de aquellas narraciones de mi infancia al calor de la lumbre, convencido de su gran capacidad transmisora, a ver si alguna de mis historias se cuela en sus vidas y se les queda prendida en la urdimbre de la memoria para siempre. La vida a veces es como el chisporroteo de unos ojos encendidos por una copa de vino. En esos momentos de euforia todo fluye a su alrededor, el mundo surge y se reinventa a cada instante, imprevisto y sorprendente como una traca de fuegos artificiales ante la que nos quedamos hipnotizados.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano nos cuenta en El libro de los abrazos:
“Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir, le reveló su secreto:
--La uva –le susurró– está hecha de vino.
Marcela Pérez–Silva me lo contó, y yo pensé: si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos”.
En fin, vayamos concluyendo, que no quiero que ustedes piensen que soy un lenguaraz. Aquí hemos venido a honrar el vino de la nueva cosecha. Dos cosas más, sin embargo. La primera, informarles de que el salutador del año próximo será el cofrade Aspilla, Francisco Hidalgo. La segunda, animarles con unos versos de la Alabanza del vino del poeta chino Li Po:
“Hubo famosos sabios borrachines;
con tres copas no más el cielo se abre
y es tuyo el universo y sus confines.
Es un rapto fugaz a lo ignorado
que al abstemio feliz nunca le es dado”.
Y ahora ya sí, bebamos y brindemos por el vino de la nueva cosecha, para que conquiste nuevos mercados y ayude a vivir con desahogo a aquellos que le entregan los mejores afanes de su vida. Pero, eso sí, recuerden: que nuestra mente y nuestros pies puedan prestarnos sus servicios.
Nunc est bibendum, como dijo Horacio: ahora bebamos.
Un brindis por el vino nuevo.
Francisco Antonio Carrasco, cofrade Prensa