LOS «BIBERONES» DE «EL BOLERO»



La taberna del Bolero está enclavada en un entorno de rancio sabor montillano: la concurrida calle Fuente Álamo, a escasos metros de la calle Ancha junto a otros bares y tabernas también de castiza significación como «La Tizne» o «La Chiva» que forman parte del itinerario habitual de muchos montillanos «El Bolero» es, sin duda, uno de los últimos vestigios de la tradicional taberna montillana. Su bodega atesora botas y «bocoyes» en los que se cría el vino de la Sierra de Montilla, ligero a la boca, penetrante y limpio a la nariz, seco y sutilmente amargoso al paladar. Si el cliente lo desea, el Bolero se lo sirve en «biberones», una original botella cuya capacidad es justamente de dos copas y que, por su tamaño, ha sido graciosamente bautizada con este nombre por algún genio anónimo de los que suelen abundar en esta tierra. El «biberón» responde a una nomenclatura ocurrente y cargada de doble sentido que era habitual en épocas no muy recientes. El ambiente tabernario contaba con su propio «argot», cargado de ocurrencias y sutilezas. Durante la Semana Santa, por ejemplo, era normal escuchar a grupos de amigos penitenciarse a base de «darse algunos latigazos», «pegarse un crujío» o «andar las estaciones» siguiendo invariablemente itinerarios que pasaban, casi sin excepción, por un sufrido recorrido penitencial en el que las estaciones rnás frecuentadas eran «El Bolero», «Casa Palop», «La Chiva», «Paulitos», «Mesita», «Rancho Grande», «La Tumba», El estanco de Rafalita, «Saltabardillas», «Cara-ancha», «Los Barriles» y «Juraíto» entre otras muchas.

Aunque algunos de estos establecimientos, los menos, a decir verdad, todavía perduran, casi ninguno conserva tan intactos como El Bolero los atributos de la taberna clásica montillana, más superficial y popular que la cordobesa, pero más abierta, cercana y extrovertida.

El vino del «Bolero» es el principal reclamo del establecimiento que frecuentan muchos montillanos atraídos por la calidad y finura que combina, en ajustado equilibrio, con una sencillez que cautiva y compromete a insistir y a ampliar con generosidad el copeo.

El ambiente de la taberna del Bolero resulta grato y desenfadado. Sin procacidad ni sarcasmos, ni gritos desmedidos, la risa y el buen humor están siempre presentes.
 

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En ocasiones, la taberna se convierte en improvisado «tablao», donde los cantaores locales, Paco Cárdenas, Ruperto o «El Canito» desgranan incansables sus cantes hasta las 4 ó las 5 de la madrugada arropados por unos parroquianos incondicionales.

El actual propietario, Rafael Espejo, yerno de Rafael Algaba Muñoz, que la regentó durante muchos años, es hombre aparentemente serio y distante como corresponde a un buen tabernero, aunque, resulta, sin embargo, abierto y generoso cuando se le conoce y trata con mayor profundidad. Rafael asiste y preside patriarcalmente el «espectáculo» entusiasmado por el extraordinario ambiente que reina en su taberna y abre, en más de una ocasión, sus bodegas de bocoyes y botas, con generosidad. En alguna ocasión, si alguien se pone «penosillo», se ve obligado a reprenderle, sin que la cosa llegue nunca a mayores.

El cante y el buen humor son algunos de los atractivos de la taberna a la que acuden, desde hace muchos años, incondicionales clientes para debatir, con mayor o menor ardor, temas de la mas variada naturaleza. Los argumentos más tratados, como es obvio, pasan por el precio de la uva, la sequía o las «helás», el estado del vino, el «mildeo» o la «tizne». Asuntos de mayor envergadura, son, por lo general, rechazados sistemáticamente por la clientela. En El Bolero no faltan personajes populares como Rafalín «el de la Santa» con el ánimo dispuesto, en cualquier instante, a soltar «el burujón de cante» que lleva dentro.

La decoración de la taberna es la habitual de esto espacios. Junto al espejo rectangular de grandes proporciones en el que se anuncia el Anís Machaquito no faltan las inevitables y descoloridas fotos taurinas y de grupos de amigos. Un cartelón, colocado en uno de los rincones de la taberna, interpela al cliente con la inusual pregunta: «¿Hay algo mejor que el vino?». A continuación, en líneas inferiores de fácil lectura, relaciona sus propiedades, entre las que el desvaído cartel, asegura que «aumenta la fuerza muscular y exalta el sentido genético». No para ahí la cosa, ya que, más abajo, llega a afirmar que «predispone al perdón y al heroísmo, alivia los dolores, destruye la melancolía, concilia el sueño, conforta la vejez, ayuda a la convalecencia , y da aquel sentido de euforia por donde la vida discurre leve, suave y tranquila».

 

Con tan incontestables argumentos y con la calidad de sus caldos, se justifican, más que sobradamente, las 3 ó 4 arrobas diarias que El Bolero «echa a la calle», copa a copa, medio a medio o a biberones.
 

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El tradicional «medio», con vaso corto y acanalado, con capacidad para 150 centímetros cúbicos, llenado «a beberratón» sin que el cliente derrame ni una sola gota en el primer trago, es una peculiaridad de esta taberna que lo conserva, casi en exclusividad.

 

Tras un patinillo en el que se abre una discreta puerta, se accede a una alargada bodega donde descansan 30 «bocoyes de la mejor madera» que envejecen soleras traídas de la Sierra de Montilla. Apenas traspasar el umbral de esta primera sala, el olor propio e indefinible de la taberna ha sido sustituido bruscamente por el penetrante aroma de crianza de los caldos montillanos. Una nueva puertecilla, al fondo de la sala, comunica con una segunda bodega en la que Rafael Espejo cuida «Los tesoros» de la Casa. Botas de roble americano ocupan las paredes laterales y el fondo de la sala, cuyo suelo de albero permite el riego diario para mantener las condiciones precisas que exige la crianza del vino. Los más emblemáticos atributos de la bodega, se encuentran presentes aquí, a pesar de la limitación de espacio. Incluso la peculiar bota que contiene el vino más selecto donde la sabia mano del arrumbador ha escrito con tiza blanca el NO, que pone a salvo este tesoro de inexpertos y de bebedores circunstanciales.

Rafael Espejo mima su bodega hasta el extremo. Para ello, ha instalado un aparato de aire acondicionado con el que atemperar los rigores del verano. Mientras en su casa, se padecen, como en casi todas, los rigores del estío, el vino disfruta del aire condicionado, privilegio exclusivo que convierte en finura y calidad las viejas soleras de la pequeña bodega.

Al caer en la copa, lanzado desde la venencia, blancas partículas de flor cruzan la copa bañada por el generoso vino cuyo aroma peculiar nadie ha acertado todavía a definir con absoluta propiedad. Será preciso «pinchar» la venencia con decisión para perforar el velo y acceder al vino causando el menor daño posible.

La bodega del «Bolero» no es lugar para algazaras, aunque cuando se entra en ella, es difícil abandonarla con la misma estabilidad. De ser cierto lo que pregona el cartel, cuando nos marchamos de este paraíso tabernario, habrá aumentado, con toda seguridad, nuestra fuerza muscular y, posiblemente, nuestro «sentido genético».

 

 

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