UN VINO DE MUSEO

 


La taberna Casa Lorenzo, en Castro del Río, sólo dispone de dos clases de vinos: los que se venden y los que no se venden. Rotunda, aunque escasa clasificación, que el tabernero defiende hasta las últimas consecuencias. Entre los caldos no venales figura el «Fino Museo», una «joya» de 70 años, reservada a amigos muy íntimos y privilegiados que, conservada en una de las más antiguas botas de la Casa, atesora un vino viejo, pálido y finísimo que «seca la boca» e inunda el paladar de sutiles aromas de crianza.

Castro del Río puede tener a gala sus tabernas, que figuran entre las más antiguas y castizas de toda la provincia cordobesa. Este es el caso de la taberna de Pedro Erencia, donde el vino es el protagonista de excepción. Mimado y acariciado en los viejos robles de la bodega, a la que nadie tiene acceso a excepción del tabernero, adquiere el amarillo pálido y el punzante sabor de los aromas de crianza que distinguen a las mejores soleras de la comarca Montilla-Moríles.

Casa Lorenzo es la más antigua de las tabernas que se mantienen abiertas en la provincia de Córdoba, si se exceptúa la capital. Su actual propietario, Pedro Erencia es el digno sucesor de una dinastía de taberneros que, desde hace casi dos siglos, viene regentando el establecimiento, que goza de merecida fama en toda la comarca.

La fundación de la taberna se sitúa en el primer tercio del pasado siglo, aunque los datos oficiales sólo se remonten hasta 1875. Para el actual propietario, sin embargo, han existido, con toda seguridad, hasta tres generaciones anteriores de «Erencias» que han mantenido abierta la taberna en Castro del Río. A principios de siglo, Juan, el abuelo de Pedro, transportaba el vino en pellejos, usando recuas de mulos que atravesaban caminos de herradura y veredas para «refrescar» las viejas botas de la bodega de la Casa.

 

Denominador común de todos los «Erencias» ha sido el extraordinario celo con el que han criado sus vinos en una bodega que es el «sancta sanctorum» de la familia y a la que nadie, sin excepción, ni siquiera para su limpieza o encalado, tiene acceso.

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En Casa Lorenzo cualquier insinuación sobre el vino ha de ser necesariamente medida y ponderada. De lo contrario, se corre el riesgo de que el autor del comentario sea reprendido duramente o puesto de patitas en la calle sin la menor consideración. Este fue el caso de un parroquiano que se atrevió a pedir que le añadieran gaseosa al vino de su copa. Tamaña herejía despertó las iras de Lorenzo Erencia, padre de Pedro, que echó fuera de su taberna, sin contemplaciones, al desafortunado cliente que «ofendió» sus caldos con una práctica que realiza quien no sabe paladear los vinos o lo hace con «peleones» o vinos del «aguapié». Este mismo propietario comentaba, cuando alguien le pedía alguna tapa para acompañar el vino con el más áspero humor que se pueda imaginar: «a comer a su casa, aquí solo se viene a beber».

El cuidado del vino es la principal preocupación del actual Erencia. Los vinos «finos», argumenta, son muy delicados. «En cuanto te descuidas, le entra el mal de la flor» o le afecta cualquier mínima alteración derivada de las condiciones atmosféricas, la ventilación, la humedad o de cualquier otra pequeñez aparentemente sin importancia. El buen vino, añade con mal disimulado orgullo, debe tener un perfume sutil y «secarte la boca». En primavera, es fácil encontrar vinos excelentes. «En estas fechas, comenta, se pone buena hasta la mujer de uno». Lo verdaderamente difícil es mantener esta misma calidad a lo largo de todo el año y poder ofrecer a la clientela un vino añejo, pero «fino», conservando aromas de crianza y de finura.

El anecdotario de Casa Lorenzo es muy rico. El buen vino, bebido con abundancia distiende los ánimos, acerca a los parroquianos y suelta la lengua con generosidad.

La taberna es, además, una casa normal y corriente donde el reservado no es sino la «salita», el salón es «la galería» y el patio, en el que campean el limonero y el jazmín, no es diferente del de cualquier casa de la localidad.

Es el vino, libado con prodigalidad y sin excesos, el que proporciona al entorno un ambiente especial y el que convierte el viejo domicilio de los «Erencia» en «ágora, mentidero y academia» calificativos con los que Pepe Cobos tildó para la posteridad, a las clásicas, hospitalarias y recoletas tabernas cordobesas.

 

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El propio Pedro, que ejerce, además, como «cicerone», recuerda la visita de un forastero, serio e interesado, con el que se extendió acerca de las propiedades eróticas del vino tomado con moderación. Incluso salpicó la conversación de algún chiste malicioso y otras confidencias «ad hoc». Al despedirse, alguien le desveló la personalidad de su visitante. Se trataba de un canónigo de la catedral de Burgos.

Una amplia mesa preside la galería de la taberna de los Erencia, es la «mesa de la Moncloa». Allí se debaten temas de la más variada naturaleza, desde la política a la religión, pasando por el sexo o la economía. El diálogo es fluido y participativo. A veces, los ánimos se encrespan y el propio tabernero, desde la autoridad indiscutible que le otorga su condición, acude a poner paz entre adversarios enconados que han convertido la galería en improvisada cámara parlamentaria.

En la prolija historia de la taberna no han faltado situaciones difíciles. Durante la Guerra Civil, Lorenzo Erencia se vio obligado a soportar el despojo de uno y otro bando alternativamente. La peor parte, no obstante, le correspondió durante el mando republicano, ya que las autoridades libraban vales indiscriminadamente para el consumo del vino criado en la bodega de la taberna, en cuya puerta se emplazaban largas colas de animados parroquianos, provistos de pequeñas «damajuanas» y portadores de su correspondiente vale. El propio Lorenzo se vio obligado a utilizar una artimaña para poner a salvo sus soleras de la avidez de los ciudadanos. Sacudiendo el vino de la bota con una aspilla conseguía enturbiarlo y hacer creer que se había estropeado. El truco surtió efecto, aunque más de un despierto consumidor, al arrimar su enrojecida nariz a la boca del viejo barril de roble americano comentara: «Estará turbio, pero a mí me gusta».

En sus casi 200 años de existencia la taberna ha recibido innumerables visitas de personalidades de las artes, de las ciencias y la política . Entre ellos, el tabernero recuerda a Marchena, Luis Carlos Rejón, Martín Villa, Cabello de Alba y José María Aznar. El propio Castilla del Pino, que reside en Castro, suele visitar Casa Lorenzo acompañado, en algunas ocasiones, del escritor José Antonio Cerezo. Pedro Erencia se atribuye el mérito de la «conversión» del catedrático de Psiquiatría y escritor y del propio erotólogo, de irredentos consumidores de refrescos foráneos a ocasionales, pero entendidos, catadores de vinos «finos».

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